Había
una vez, en el lugar de Alicante, una jovencita que iba a vivir el
día más especial de su vida: iría por primera vez al instituto.
Hubo que esperar 13 años, los mismos que ella acababa cumplir, para
que los avances en el genoma humano hicieran posible que su
enfermedad degenerativa dejara de tener efecto sobre ella.
Diana
se había acostumbrado desde niña a seguir su formación desde casa,
a través de la plataforma OVE (One Virtual Education), la
cual permitía al usuario adherirse al sistema educativo de cualquier
país con la posibilidad de configurar su propio profesorado. Ella ya
había probado la versión finlandesa, estadounidense, francesa y
alemana; España todavía no había entrado a formar parte de este
novedoso servicio. Por eso, Diana no se lo pensó dos veces cuando
los médicos le confirmaron que ya podía abandonar la cama en la que
había estado empotrada prácticamente desde que nació: pisaría por
primera vez un instituto español.
Su proceso de
integración a la vida estudiantil ordinaria comenzó meses atrás
con una charla vía Skype, en la que conoció a sus compañeros y
profesores. Todo eso le quedaba ya muy lejano.
Diana
se preparó concienzudamente para asumir este reto. Tenía tantas
ganas de descubrir el sistema con el que sus padres habían estudiado
que apenas pudo dormir el día anterior a su estreno.
Antes de partir
hacia el instituto, su madre la besó en la mejilla y le dijo:
- Espero
que este sea el primer día del resto de tu vida.
Diana
sonrió, aunque no entendió muy bien aquel mensaje, y solo le vino a
su mente el título de una antigua película francesa del año 2008:
Le premier jour du reste de ta
vie.
Y comenzó su marcha.
Poco
más de 500 metros separaban su casa del instituto. Había imaginado muchas veces qué podía haber en el interior de aquel edificio gris
con escalinatas, tan grande, tan imponente y, que a juzgar por la
cantidad de alumnos que albergaba en él, tan lleno de vida estaba.
En
este 'día D' solo asistiría a una hora de clase, pues era
conveniente que su incorporación se realizara de manera gradual para
evitar un posible rechazo.
La
clase era de Lengua y Literatura, la favorita de Diana, sin duda.
Pero al entrar en el aula... Sillas y mesas encajonadas al estilo
'Tetris', ventanas con rejas que apenas dejaban pasar la luz natural,
una gran mesa (para el profesor, intuía) subida a un encerado que
tapaba la pizarra digital,... En fin, que a esta nueva alumna le
parecía aquello, más bien una cárcel y no precisamente un centro
educativo. Aun así, intentó no dejarse llevar por una primera
impresión bastante mala y esperaba, ansiosa, para hablar con sus
treinta compañeros y presentarse ante ellos. Una vez hubo entrado
todo el mundo, doña Josefina, que así se llamaba la profesora de
Lengua, los mandó callar. Al instante, se percató de la
presencia de una cara poco familiar. Al ver a Diana, dijo:
- Bueno,
como ya sabéis Diana se incorpora hoy a las clases. Todos la
conocemos de nuestras charlas por Skype, así que no hace falta
hacer presentaciones.
¡Menudo
chasco se llevó Diana! ¿Qué no hacía falta presentaciones? ¡Con
todo lo que tenía que contar ella! Se pasó toda la clase dándole
vueltas a la cabeza: ¿cuándo iba a poder hablar, si además tenía
que irse al acabar la clase? No atendió a nada de lo que su
profesora decía, pues durante esa hora no habló nadie más. Ya
sabía que estaba prohibido utilizar cualquier aparato tecnológico,
así que esos sesenta minutos se le hicieron eternos.
Sonó
el timbre, con lo que se ponía fin a la tortura de Diana. Bastante
decepcionada con lo que ella esperaba de lo que iba a ser un gran
día, emprendió su camino hacia la salida del aula. Se encontraba ya
en el pasillo cuando una chica la llamó:
- ¡Diana!
Soy Aitana, de tu clase. ¡Menos mal que te he pillado a tiempo!
Tenemos que irnos pitando a clase de Educación Física, pero toma
esto.
Diana
cogió un paquete envuelto de tamaño medio.
- Ya
te acostumbrarás a las clases de Josefina. ¡Hasta mañana!- añadió
Aitana mientras corría hacia el gimnasio.
Por
supuesto, Diana no pudo esperar para abrir el paquete. Se trataba de
un libro impreso. Había oído hablar muchas veces de ellos pero
nunca había tenido uno en sus manos. Fue hojeando sus páginas, que contenían poemas seleccionados por sus compañeros de clase y
dedicados a Diana. Los fue leyendo de camino a casa y tras concluir
con el último de Neruda, su favorito, pensó que al final, no había
tenido un día tan malo. Además, el tacto de las páginas le había
dado una gran idea.
En cuanto llegó a casa, fue en busca de su
madre:
- Mamá,
¿tienes algún libro de esos... antiguos? ¿De esos que tienes que
usar las manos para pasar las hojas y que están impresos?- preguntó
Diana con gran interés.
Su
madre la miró perpleja y le dijo:
- Claro
que sí, déjame que busque.
Al
cabo de un rato, la madre de Diana volvió con un libro lleno de
polvo, del que apenas se leía el título, y se lo dio a su hija. Al
verlo, Diana se prometió que eso nunca le pasaría a su libro de
poemas: crearía una versión digital para conservarlo durante toda
la vida.